La tienda de embutidos artesanos de la segunda esquina a la
izquierda, según bajas desde casa, se había convertido en un lugar de
peregrinación en toda la ciudad. De hecho no era raro ver colas inmensas dar la
vuelta a la manzana, y eso "solo" por probar las maravillosas
mortadelas, salchichones y lomos que allí vendían. Además, en una de las
esquinas habían colocado una nevera en la que sólo había botellines fríos de
cerveza. Un barreño de metal lleno de botellas de vino blanco y una variedad
pequeña de vinos tintos, pero la mar de buenos. Tú mismo cogías la cerveza o te
servían un buen vino y una copa fantástica, hecho que llamaba la atención en
aquel diminutivo local. Y luego unas simples tablas de madera con un papel de
estraza encima. Unos buenos picos (qué malos están unos malos picos) y un buen
pan. Pero estas tablas cada día eran distintas. Una delicia pero distintas. Así
que se había convertido en parada obligatoria en la zona. Tabla, cerveza o vino
y pan. Algún día te podían sorprender porque se les había ocurrido innovar y te
deleitaban con cualquier invento que se les hubiera pasado por la cabeza... Y
esos días la cola era incluso más larga. Horarios particulares, muy
particulares, que permitían tenían una vida, incluso un trabajo, pero sobre todo
un hobby. Así que no plantearas ir antes de la 7 de la tarde, porque
estaba cerrado, ni después de las once de la noche, porque ya se habían
ido a casa. Naturalmente utilizaban el fin de semana para dedicarse a sus
cosas... Así que si tenías intención de probar sus manjares... De lunes a
viernes, de siete a once.
No había bebidas de cola, eso sí, siempre algo adecuado para los
que no beben alcohol, tipo zumos particulares, limonadas caseras, jugos
imposibles y mucha agua del grifo. Mucha.
Pero naturalmente aquello era una tienda, de esas de llevarte
las cosas a casa, envueltas en sus papeles, listas para que supusieran una
perfecta cena.
Nunca entendí el motivo por el que no tenían quesos, pero claro,
su respuesta fue más que rotunda. Nadie hace mejores quesos que los chicos de
la "¿qué-sería de nosotros sin queso?". Situada cincuenta metros más
abajo, en la acera de enfrente, y que también tenía un pequeño esquinazo en el
que poder degustar unas rodajas de queso (ellos las llamaban rodajas, pues las
servían en rodajas de árboles, también siempre distintas, acompañadas de cosas
distintas y siempre deliciosas). La ruta era más que evidente... Primero un
local, luego el otro. El orden solo era cuestión de gustos. Yo siempre
terminaba con el de quesos, y no solo por el queso, sino por aquel vino tan
maravilloso que se quedaba alojado en mi paladar hasta el día siguiente.
En ambos la rutina era la misma. Pedías en la barra o mostrador,
pagabas al instante y te agazapabas allí donde pudieras o te dejaran. Precios
no excesivos y sonrisas. Desde luego que no eran locales para pasar horas, pero
tampoco era la idea, siempre de pie, en raras ocasiones una banqueta alta, pero
normalmente destinada a quien la necesitara, por el motivo que fuera. Lugares
de paso. Disfrute a sorbos rápidos. Y en más de una ocasión fui a uno, luego al
otro y después regresé al primero.... Seguro que más por gula que por otra
cosa.
Y es que si al pasar veía que estaban borrando la pizarra negra,
era que algo se estaba cociendo... Y yo quería saber qué era.
Cuando un día estaban colgando el cartel de "se
alquila" en aquel local tan pequeño, situado entre medias de los embutidos
y los quesos, no me lo pensé dos veces y le dije al señor que no lo colgara,
que lo quería yo. "Pero es muy pequeño, ya lo sabes"... Pero yo solo
necesitaba algo pequeño, un mostrador refrigerado. Un lugar donde colgar una
pizarra (porque si no podía escribir yo en una pizarra me iba a dar un
parraque) y poco más. Yo no necesitaba un rincón donde permanecer. Ni una nevera
con bebidas... Ni nada. Lo mío era mucho más sencillo. Y es que después de
beberte un vino y comerte una tabla de embutidos, o bien tomarte una rodaja de
quesos, con otro vino, no te quedaba otra que comer un corte de
helado. Sin más ni más. Un corte de helado de los de toda la vida.
Con sus galletas. Y ya. Un servilleta y a la calle. Que los cortes de helado se
comen por la calle, dándoles la vuelta para que no goteen por ningún
lado.
Y así es como nuestra calle se convirtió en un ritual con tres
paradas obligatorias. Con tres sonrisas distintas. Con tres ilusiones. Con
sabores distintos. Y, sobre todo, con ganas.